La señora Kapeling bebía con falsa calma su Chardonnay. En su interior anidaba la angustia mientras esperaba las palabras de su esposo, sentado frente a ella en la mesa que compartían durante la cena, en el piso 120 del Edificio Kapeling. Basilio le había contado de la conversación que sostuvo con su esposo esa mañana, donde Mortimer había manifestado su intención de firmar el contrato de pre-fallecimiento con Reencarnación Ltda. Hizo un esfuerzo por darle tranquilidad a su voz.
—¿Qué ocurre, Mortimer? No has dicho una palabra en toda la cena.
Mortimer
Kapeling dejó los cubiertos delicadamente al borde de su plato,
limpió sus labios con la servilleta, cuidando de no manchar sus
iniciales grabadas en el paño. Tras beber un sorbo del vino, se
quedó mirando a su esposa unos segundos que parecían no transcurrir
nunca.
—Esperaba que tú hablaras primero, querida— había hielo en su voz —ya sé que Basilio te contó de mi decisión.
—¿Cómo lo …?
Patricia no terminó la frase. Había almorzado con
Basilio a mediodía, en los jardines centrales del Edificio
Kapeling. Mortimer no le haría honor a su lugar en el negocio de las
telecomunicaciones si su edificio no fuera un gigantesco par de oídos
y un omnipresente par de ojos. Bajó la mirada a su copa y
terminó con su contenido en un nuevo sorbo.
—Mortimer, la verdad es que yo no estoy de acuerdo con eso. Tengo mis dudas. Fahrid dice que …
—¡Fahrid!— bramó
Mortimer, dando un puñetazo en la mesa —¿Sigues viendo a ese
embaucador? ¿No te lo he prohibido ya?
—Por favor, querido, cálmate. No te hace bien agitarte, no ahora en tu condición.
Patricia
comprendió que esa frase, en lugar de calmar las cosas las
empeoraba más, cuando Mortimer se puso de pié, lívido —¿Mi
condición? ¡Mi condición! ¿No te das cuenta de que todo lo que
estoy haciendo se debe precisamente a mi condición? ¡Voy a
morir, carajo!
Un ramalazo de pena cruzó los ojos de Patricia, humedeciéndolos. Se sobrepuso para levantarse y abrazar con delicadeza a su esposo. —Amor, lo sé. Perdóname. Es sólo que no creo que lo que quieres hacer funcione realmente, no creo que sea correcto ni que nos permita seguir juntos.
—¿Correcto? ¿Correcto para quién? ¿Para Fahrid?— respondió Mortimer, deshaciéndose del abrazo de su esposa y dándole la espalda.
—Por favor, cariño, piénsalo. Nadie sabe realmente si la reencarnación funciona. Todo se basa en teorías con demostraciones que aún se discuten en círculos científicos. Fahrid dice que muchos científicos han sido comprados por Reencarnación Ltda., para darle asidero a sus conclusiones.
Mortimer observó a su esposa con una mirada de derrota. —¿Por qué confías en ese patán? ¿Qué lo hace más confiable que Basilio o que la gente de Reencarnación Ltda.? ¿No puede él estar equivocado?
—Mortimer, sabes que yo nunca he confiado en Basilio. Nada de lo que ese hombre dice me suena a sinceridad, sólo a interés.
—El
está conmigo desde hace muchos años, Patricia, desde que era tan
sólo uno más en la disputa por las bandas de comunicaciones, en
cambio Fahrid … ¿Qué hay de cierto, que hay de seguro con ese
tipo?
Patricia sabe que Mortimer tiene razón en ese punto. Fahrid Gamayel llegó hace dos años a Nueva América. Nadie ha podido jamás confirmar ningún dato acerca de él, de antes de su llegada. No tiene familiares conocidos, no tiene documentación registrada en ninguno de los cuatro súper-países, antes de su llegada a Nueva América. Incluso lo que se sabe de él roza lo fantástico: Consiguió la ciudadanía en Nueva América luego de salvarle la vida a Hierónimus Carpenter, el actual Maestro del país. Hierónimus venía de regreso de un viaje a Nueva Europa, donde acababa de firmar el Primer Acuerdo de Cooperación Económica luego de la Gran Fractura. A bordo del Titán Marino, el poderoso crucero turbo-reactor propiedad del gobierno, le sobrevino una depresión súbita, un estado anímico que hizo descender repentinamente todos sus signos vitales, prácticamente como si se hubiera extinguido en él todo deseo de seguir con vida. El equipo médico que siempre lo acompaña no fue capaz de encontrar la causa de tan terrible decaimiento, la vida del Maestro se estaba apagando sin remedio. Una hora antes de llegar a Puerto México, los radares de la nave detectaron un pequeño velero en ruta de colisión con el Titán Marino. Cuando el capitán de la nave se puso en contacto el solitario tripulante del velero, no podían creer lo que escucharon:
—¡Pronto, llévenme a bordo! ¡Yo sé lo que
tiene el Maestro, y puedo salvarlo!
Era imposible que alguien fuera del barco supiera nada de lo que pasaba con el Maestro de Nueva América, ya que ninguna comunicación había salido al exterior, para prevenir caos y pánico financiero, excepto un aviso cifrado para el Guía Principal, quien debía suceder al Maestro en caso de fallecimiento.
Los médicos dieron la orden de subir a bordo al tripulante del velero, que no era otro que Fahrid Gamayel. El alto y moreno personaje, vestido a la usanza de los antiguos beduinos, pidió quedar a solas con el enfermo. Inexplicablemente, nadie opuso resistencia a sus deseos. Treinta minutos después de haber entrado a los aposentos privados, oyeron la risa del Maestro. Al entrar, los médicos y el capitán de la nave no podían dar crédito a lo que veían. El Maestro reía y sollozaba abrazado a Fahrid Gamayel, y nadie nunca ha sido capaz de explicar o contar la razón.
La salud del Maestro se recuperó, e incluso mejoró ostensiblemente, apareciendo ahora más ágil, más fuerte, como si le hubieran quitado 15 o 20 años de encima. Fahrid Gamayel no pidió recompensa alguna, salvo la carta de residencia en Nueva América, y el permiso para fundar Humanitas, su Academia de Estudios Metacientíficos.
—“Academia de Estudios Metacientíficos” … ¡Cueva de ladrones! ¡Secta de iluminados! ¡No es más que un refugio de histéricas y desequilibrados!— rugió Mortimer.
—¡Cariño,
por favor, si tan sólo pudieras escuchar lo que Fahrid tiene que
decirte!— suplicó Patricia.
Mortimer
Kapeling observó a su esposa, quien tenía las manos juntas
oprimiendo su pecho. Su tono de súplica era estremecedor, pero
el hombre parecía más conmovido por la sinuosidad del cuerpo de su
esposa, que se traslucía al contraluz del ventanal. Las manos
entrelazadas descansaban sobre su seno, destacando todavía más la
turgencia de sus pechos. Volvió a bullir en sus venas la sangre
del viejo león ante la frágil gacela.
—De acuerdo,
cariño. Yo escucharé lo que Fahrid tiene que decirme, pero tú
firmarás el contrato con Reencarnación Ltda.